Hay momentos en los que el cuerpo ya no disimula. No avisa con delicadeza, ni da margen para aplazar lo evidente. Simplemente se impone: con agotamiento, con malestar difuso, con una tristeza sin nombre que se instala como huésped silencioso.
A mis 62 años, lo reconozco de inmediato. No siempre fue así. Durante mucho tiempo seguí adelante por inercia, como hacen tantos. Hasta que comprendí que esa insistencia en sostenerlo todo —sin parar, sin preguntarme nada— solo me alejaba de mí.
Ahora, cuando aparece esa señal interna, no la discuto: paro. Y me muevo. Me muevo para encontrarme. Para soltar todo lo que no soy. Para dejar de pensar y simplemente ser. Sin capas, sin explicaciones, sin personaje. Hay algo profundamente liberador en entregarse al movimiento sin más finalidad que escucharse por dentro.
Pero no siempre es el cuerpo el que necesita hablar. A veces, es el silencio el que me devuelve el aliento. Silencio para volver a mí. Para apaciguar el ruido. Para frenar la aceleración que se instala en mi pecho, en mi cabeza, sin que me dé cuenta. En ese silencio también me encuentro: sin exigencias, sin prisa, sin respuestas inmediatas.
No sé si tú lo has vivido. Ese momento en que uno ya no quiere seguir corriendo. En el que, más que soluciones, necesita presencia. Algo tan simple y tan difícil como estar aquí, en este instante, con uno mismo. Y desde ahí, dejar que algo se acomode.

A veces camino sin rumbo. A veces escribo sin intención de publicar. A veces solo me quedo quieto, respirando. Y entonces me vienen preguntas que no busco responder de inmediato, pero que me abren espacio por dentro:
¿Qué parte de mí estoy ignorando por seguir adelante?
¿A qué ritmo estoy viviendo, y a qué ritmo necesito vivir?
¿Dónde está mi cuerpo ahora, y qué quiere decirme?
¿Estoy en lucha o estoy en escucha?
No siempre hay claridad. Pero siempre hay una verdad pequeña que se revela: cuando dejo de empujar, algo dentro de mí se acomoda. Y eso basta.
No pretendo que esto suene esperanzador. No lo escribo desde la euforia. Lo escribo desde un lugar más hondo: el de quien ha aprendido que también en el cansancio hay sabiduría, que no todo se trata de rendir, y que la vida, al final, se impone con sus formas, no siempre amables, pero siempre vivas.
La vida no pide que seamos fuertes. Pide que estemos. Que no nos abandonemos en nombre de lo urgente. Que no confundamos ser útiles con desaparecer de nosotros mismos.
Y tú, ¿hace cuánto no te detienes sin culpa?
¿Hace cuánto no te mueves solo para reencontrarte?
Tal vez hoy sea buen momento.
Descubre más desde Ricard Guillem, Psicólogo Coach, 636705232
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