A nivel general sostenemos que la escucha es una de las competencias más importantes en el ser humano. En función de la escucha, construimos nuestras relaciones personales, interpretamos la vida, nos proyectamos hacia el futuro y definimos nuestra capacidad de aprendizaje y de transformación del mundo. Juega un papel determinante tanto en nuestra capacidad de encontrar satisfacción en la vida como de asegurar altos niveles de efectividad en nuestro actuar.
No hay mejor indicador de la calidad de una relación que la manera como evaluamos la escucha que en ella se produce, sea ésta una relación personal o de trabajo.
Solemos no tener problemas en apuntar con el dedo a los demás y sostener que no nos escuchan. Pareciera que el problema fuera de ellos. Nos asignamos en ello una participación muy escasa, la que suele limitarse a que “no nos sabemos hacer escuchar”.
Los problemas de escucha suelen ser recíprocos. Quién no se siente escuchado, normalmente tampoco sabe escuchar a los demás. El problema no es necesariamente del otro. El problema está en la relación.
Por lo general pensamos que el hablar es la parte del lenguaje activo y suponemos que el escuchar es su parte pasiva y menos importante. La visión tradicional del lenguaje ha dado prioridad al hablar sobre el escuchar, bajo la suposición que basta estar presente y atento en la conversación para comprenderla.
En todo acto de comunicación están comprometidos tanto el hablar como el escuchar. Si nos vamos al terreno de los negocios Peter Drucker sostiene que «ser maravilloso con las personas significa escucharlos bien». Tom Peters sostiene que «necesitamos obsesionarnos con la escucha” para solucionar muchos problemas de las personas y de las organizaciones.
La parte del escuchar que implica la comprensión o interpretación de lo que oímos es un fenómeno lingüístico, que se origina en el tipo de observadores que somos más que en lo que oímos. Escuchar es oír más interpretar.
Tradicionalmente se entendía a la «comunicación» como la transmisión de información, pero desde una concepción actual, entendemos que no depende de lo que se entrega, sino de lo que le pasa al que la recibe, y esto es un asunto muy distinto a transmitir información. (Humberto Maturana).
La clave del «escuchar» no está en el contenido del mensaje del que habla, sino en la interpretación que hace el oyente sobre lo dicho y cómo esto modifica su ámbito de acciones y posibilidades futuras.
En la comunicación no se da el hablar sin el escuchar y viceversa. La danza que tiene lugar entre ambas es lo que llamamos conversación.
Si no logramos que nuestra habla logre concretarse en una adecuada escucha, el habla simplemente muestra que no ha sido efectiva. La escucha es el criterio de validación y el indicador de calidad de nuestra habla.
Toda escucha está condenada, en el mejor de los casos, a ser siempre una “aproximación” al otro. En muchos casos lo que se produce es un desencuentro, un “malentendido”. Y no puede ser de otra forma. El sentido que tanto el orador como el oyente le confieren a lo hablado, remite inevitablemente a ellos mismos, a dos personas diferentes
Siempre habrá una distancia, una brecha, entre el orador y el oyente. El saber que esta brecha existe nos advierte, nos coloca en guardia, nos prepara para evitar que ella nos destruya.
Al reconocer la brecha, descubrimos que disponemos de dos herramientas para hacernos cargo del problema que nos plantea. La primera de ellas, es aprender a respetar las diferencias que inevitablemente surgirán en toda relación y la segunda hacernos cargo de la brecha, de las diferencias.
La escucha no es algo que “hagamos”, la escucha nos sucede, sin que podamos dirigirla en un sentido o en otro. Simplemente nos pasa que escuchamos lo que escuchamos.
Una vez que avanzamos en la comprensión del fenómeno de la escucha, en lo que implicado, inevitablemente perdemos nuestra inocencia inicial. La competencia en escuchar nos la dará el conocimiento sobre este fenómeno, haciéndose responsables de la brecha que han descubierto.
Éste es un espacio de aprendizaje.